sábado, 15 de agosto de 2015

LA CREACIÓN - cuento de Dino Buzzati




Amigos, comparto hoy con ustedes este cuento de Dino Buzzati que a mi parecer es uno de los mejores de este autor.   

La Creación
Dino Buzzati

El Omnipotente había construido ya el Universo distribuyendo con fantástica irregularidad las estrellas, las nebulosas, los planetas, los cometas, y se encontraba  contemplando con cierta complacencia el espectáculo, cuando uno de sus innumerables ingenieros proyectistas, a quien había encomendado la ejecución de la gran idea, se acercó con el aspecto de quien tiene mucha prisa.

Era Odnum, uno de los espíritus más inteligentes y diligentes de la nouvelie vague de los ángeles 
(pero no penséis que tuviese alas y llevase túnica blanca, pues alas y túnica son invención de los pintores antiguos a los cuales les resultaba muy cómodo a efectos decorativos).

–¿Deseas algo? –le preguntó el Creador benignamente.

–Sí, Señor –respondió el espíritu arquitecto– Antes de que pongas la palabra fin a esta admirable obra tuya y le otorgues la bendición, quisiera mostrarte un pequeño proyecto que hemos efectuado un grupo de jóvenes. Una cosa de contorno, un trabajito de nada en comparación con todo el resto, una menudencia, pero que a nosotros nos parece interesante.

Y de una carterita que traía consigo sacó un papel en el que estaba dibujada una especie de esfera.

-Déjame ver –dijo el Omnipotente, quien, naturalmente, lo sabía ya todo, pero que fingía no saber nada del proyecto y simulaba curiosidad para que sus bravos arquitectos estuviesen más satisfechos. El dibujo era muy preciso y tenía todas las medidas necesarias.

–¿Y eso qué es? –dijo el Supremo Hacedor continuando la diplomática ficción– tiene aspecto de querer ser un planeta, me parece,  como ya los  hemos construido a millones de millones. ¿Es necesario hacer otro, y de medidas tan modestas, por añadidura?

–Sí, se trata de un pequeño planeta – confirmó el ángel arquitecto– pero respecto a los billones de los demás planetas, éste presenta características especiales.

Y explicó que habían pensado hacerlo girar en torno a una estrella a una distancia tal que se calentase bien, pero no demasiado; y enumeró los ingredientes previstos, con las respectivas cantidades y el gasto relativo. ¿ Y todo ello con que objeto? Dadas las premisas, en aquel minúsculo globo se verificaría un curiosísimo y divertido fenómeno: la vida.

Es obvio que el Creador no tenía necesidad de ulteriores dilucidaciones. Lo sabía todo infinitamente mejor que los ángeles arquitectos, los ángeles aparejadores y los ángeles albañiles juntos. Sonrió. La idea de aquella bolita suspendida en la vastedad de los espacios con muchos seres que nacían, crecían, fructificaban, se multiplicaban y morían, le pareció harto ingeniosa. Ni que decir tiene que, si bien elaborado por el espíritu Odnum y sus socios, el proyecto, al fin de cuentas, seguía proviniendo de Él, principal origen de todas las cosas.

En vista de tan benévola acogida, el ángel arquitecto se envalentonó y emitió un agudo silbido. Al cual acudieron, rapidísimos, miles, ¿qué digo, miles? Cientos de miles y quizá millones de otros espíritus.

Al pronto, viendo aquello, el Creador se asustó. Mientras se trataba de un postulante, pase. Pero si cada uno de los allí presentados había de someterle un proyecto particular con las explicaciones consiguientes, habría faena para siglos. Sin embargo, en su extraordinaria bondad, se dispuso a soportar la prueba. Los latosos son una plaga eterna. Se limitó a exhalar un largo suspiro.

Nada que temer, le tranquilizó Odnum. Todas aquellas gentes eran dibujantes. El comité ejecutivo del nuevo planeta les había encomendado proyectar las innumerables especies de seres vivientes, plantas y animales, necesarias para un logro completo. Odnum y demás no habían perdido el tiempo. En vez de presentarse tan solo con un vago plan general, lo habían previsto todo en sus menores detalles.

Y tampoco es de excluir que, con el fruto de tanta diligencia, creyesen en el fondo poner al Sumo Administrador ante el hecho consumado, Pero no era necesario.

Aquello que se había perfilado como un cargante peregrinaje de postulantes se convirtió, pues, para el Creador, en una agradable y brillante velada. No solo se complació en examinar, si no todos, al menos la mayor parte de los dibujos –de plantas y animales – sino que participó gustosamente en las consiguientes discusiones que a menudo se encendían entre los artífices.

Cada uno de los dibujantes estaba naturalmente ansioso de ver aprobada y quizá elogiada la propia labor. Y era sintomática la diversidad de los temperamentos. Como en todas las partes del universo, había la inmensa formación de los humildes que habían trabajado únicamente para crear la sólida base, por así decirlo, de la naturaleza viviente: proyectistas, a menudo de limitada imaginación pero de técnica escrupulosa, que habían dibujado uno por uno los microorganismos, los musgos, los líquenes, los insectos de ordinaria administración, los seres, en suma, de menor efecto. Después había los genialoides, los presumidos, con afán de brillar y causar sensación: razón por la cual habían concebido las más raras, complicadas, fantásticas y a veces alocadas criaturas.  Algunas de las cuales, en efecto, como ciertos dragones con más de diez cabezas, hubieron de ser rechazadas.

Los dibujos estaban hechos en papel de lujo, todos en colores y de tamaño natural. Lo cual ponía en situación de neta inferioridad a los proyectistas de los organismos más pequeños. Los dibujos de bacterias, virus y similares pasaban casi inadvertidos, pese a sus innegables méritos. En efecto, presentaban sellos de papel con signos infinitesimales que una mirada humana no hubiese ni siquiera percibido, pero ellos sí. Había, entre los otros, el ideólogo de los tardígrados, quien andaba por allí con un minúsculo álbum de bocetos grandes como  ojos de mosquito; y pretendía que los demás apreciasen la gracia de aquellos futuros animalitos, vagamente parecidos, en silueta, a los cachorros de oso, pero nadie le hacía caso. Menos mal que el Omnipotente, a quien nada se le escapaba, le guiñó el ojo, lo que equivalía a un entusiasta apretón de manos, lo cual le dio grandes alientos.

Hubo un vivo altercado entre el proyectista del camello y el colega que había imaginado el dromedario, por pretender cada uno de ellos que la primera idea de la joroba era suya, como si fuese quién sabe qué hallazgo. Camello y dromedarios dejaron a los circunstantes más bien fríos; por lo general, los animales fueron juzgados de pésimo gusto. De todos modos aprobaron el examen, aunque fuese con apuros.

La propuesta de los dinosaurios provocó una verdadera andanada de objeciones, Un aguerrido escuadrón de ambiciosos espíritus desfiló en parada, sosteniendo en altísimo caballete los gigantescos diseños de aquellas poderosas criaturas. La exhibición,  eso es innegable, causó cierta sensación. Sin embargo, resultaba hasta demasiado claro que los animalotes eran exagerados. A pesar de su estatura y corpulencia, era improbable que durasen mucho tiempo. Pero para no amargar a los bravos artistas, que tanto empeño habían puesto en ello, el Rey de la Creación les concedió el exequátur.

Una estrepitosa carcajada general acogió el diseño del elefante. La largura de la nariz parecía efectivamente excesiva, incluso grotesca. El inventor objetó que no se trataba de una nariz, sino de un arnés especialísimo para el cual proponía el nombre de proboscidio. El vocablo gustó, hubo algún aplauso aislado, el Omnipotente sonrió. Y también el elefante aprobó el examen.

Inmediato y conmovedor éxito tuvo en cambio la ballena. Seis espíritus volantes sostenían el inmenso tablero con la efigie del monstruo. Resultó  en extremo simpática a todos. Hubo una calurosa ovación.

Pero, ¿cómo recordar todos los episodios de la interminable reunión? Entre los clous  más destacables, podemos citar algunas mariposas de vivos colores, la serpiente boa, la secoya, el archaeopterix, el pavo real, el perro, la rosa y las pulgas, a cuyos tres últimos personajes les fue predicho un largo y brillante porvenir.

Mientras, y entre tanta multitud de espíritus que se apiñaban en torno al Omnipotente, sedientos de loas, había uno que iba y venía con un rollo bajo el brazo; fastidioso, muy fastidioso. De cara inteligente, eso sí, no podía negarse. Pero con mucha petulancia. Al menos una veintena de veces, abriéndose paso a codazos, había intentado ponerse en primera fila y llamar la atención del Señor. Pero su altanería molestaba. Y los colegas, a empellones, lo empujaban hacía atrás.

Pero todo esto no bastaba para desalentarlo. Insistiendo, logró por fin llegar a los pies del Creador y, antes de que los compañeros tuviesen tiempo de impedirlo, desplegó el rollo, ofreciendo a las divinas miradas el fruto de su ingenio. Eran los diseños de un animal con aspecto decididamente desagradable, si no, francamente repelente, que, sin embargo impresionaba por la diversidad de todo cuanto se había visto hasta entonces. A un lado estaba representado el macho y, al otro, la hembra. Como muchas otras bestias, tenía cuatro extremidades, pero al menos a juzgar por los dibujos, para andar solo usaba dos. De pelo solo tenía uno que otro mechón aquí y allá, especialmente sobre la cabeza, a modo de crines.  Las dos extremidades anteriores colgaban a ambos lados de modo bufo. El morro se parecía al de los simios, que ya habían sido sometidos con éxito al examen. La silueta no era fluida, armoniosa y compacta como la de los pájaros, los peces y los coleópteros, sino  descoyuntada, torpe y, en cierto modo, indefinida, como si el dibujante, en el momento de la verdad, se hubiese sentido sin fe y cansado.

-No parece bello –observó, dulcificando con la amabilidad del tono la dureza de la sentencia –pero quizá presenta alguna utilidad particular.

-Sí, oh Señor –confirmó el latoso –Se trata, modestia aparte, de una invención formidable. Ése sería el hombre, y ésa, la mujer.  Aparte los rasgos exteriores, que amito sean discutibles, he tratado de hacerlos, en lo posible, si se me permite la inmodestia, a semejanza tuya, oh Excelso. Será en todo lo creado, el único ser dotado de razón, el único que podrá darse cuenta de tu existencia, el único que te sabrá adorar. En tu honor erigirá templos grandiosos y combatirá guerras sangrientísimas.

-¡Ay, ay! ¿Un intelectual, quieres decir? –exclamó el Omnipotente – Hazme caso, hijo mío. Cuidado con los intelectuales. El universo está exento de ellos hasta ahora, por fortuna. Y deseo que permanezca así hasta la consumación de los siglos. No niego, muchacho, que tu invención sea ingeniosa. Pero, ¿puedes decirme su eventual logro? Dotado de cualidades excepcionales, puede que sí. Sin embargo, a juzgar por su aspecto, tengo la impresión que sería fuente de incontables conflictos. Me complace  mucho tu habilidad. Hasta me gustaría darte una medalla. Pero me parece prudente renunciar. Ese tipo, por poca cuerda que se le diese, sería capaz, un día u otro de crearme dificultades. No, no, dejemos eso.

Y lo despidió con un gesto paternal.

El inventor del hombre se fue con la cara larga, entre las sonrisitas de sus colegas. Cuando se quiere demasiado siempre se acaba así. Y le tocó el turno al proyectista de los tetraónidas.

Fue una jornada memorable y feliz, como todas las grandes horas hechas de esperanza, espera de las cosas bellas que seguramente vendrán, pero que todavía no son; como todas las horas que significan juventud. La Tierra estaba al nacer con sus maravillas buenas y crueles, beatitudes y afanes, amor y muerte. La escolopendra, la encina, la tenia, el águila, el icneumón, el rododendro. ¡El león!

Seguía dando vueltas aquel latoso, pero que muy latoso, con su cartapacio. Y miraba, miraba hacia arriba buscando en las pupilas del Maestro una mirada de contraorden. Otros eran empero, los temas preferidos: halcones y armadillos y estafilococos e iguanodontes.

Hasta que la Tierra estuvo completa de criaturas adorables y odiosas, dulces y salvajes, horrendas, insignificantes, bellísimas. Un zumbido de fermentos, palpitaciones, gemidos, alaridos y cantos iba a nacer de las selvas y de los mares.

La noche caía. Los dibujantes, obtenido el visto bueno supremo, se habían ido, satisfechos, quién de una parte, quién de la otra. Cansado, el Sublime se quedó solo en la inmensidad, que se poblaba de estrellas. Iba a dormirse, apaciguado.

Sintió que le tiraban débilmente de una punta del manto. Abrió los ojos. Miró hacia abajo. Vio a aquel latoso que volvía a la carga: había vuelto a explicar su dibujo y le contemplaba con ojos implorantes. Pero en el fondo, qué juego tan fascinante, qué terrible tentación. Después de todo, quizá valía la pena, sucediese lo que sucediese. Además, en tiempos de creación,  también era lícito ser optimistas.

-Trae acá –dijo el Omnipotente, cogiendo el fatal proyecto.

Y lo firmó.


 Buzzati y la literatura

Dino Buzzati Traverso ( Belluno, 16 de octubre de 1906 - Milán, 28 de enero de 1972)- Fue un novelista y  escritor italiano, periodista del Corriere della sera.  

La obra literaria de Dino Buzzati remite por una parte, a la influencia de Kafka por el escarnio y la expresión de la impotencia humana enfrentada al laberinto de un mundo incomprensible, pero también, al Surrealismo, como acaece en sus cuentos en donde la connotación onírica  está siempre muy presente. Aunque tal vez el más convincente de los intentos de establecer relaciones haya que buscarlo en su parentesco con las corrientes existencialistas  de los años 1940–1950. O en la proximidad al espíritu de La Náusea (1938) de Jean-Paul Sartre; o en la de Albert Camus con El extranjero  (1942). Debemos  remarcar que El desierto de los tártaros gestó la total notoriedad del autor, que conoció con esta novela el éxito mundial; obra no desprovista en sus descripciones de una cierta relación con un «presente perpetuo e interminable», que vincula este tópico con otros dos grandes clásicos:  Georges Perec y Las cosas,  y  Thomas Mann y su Montaña mágica.

Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor. Se definía, más bien, como un simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones o nouvelles, a las cuales no atribuía gran valor. El juicio de la posteridad y el de sus contemporáneos, ha contradicho profundamente el punto de vista del propio Buzzati. 



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Leonor Fernández Riva








EL LOBO - Cuento de Herman Hesse

Comparto con ustedes amigos lectores un cuento breve casi desconocido de Hermann Hesse:

El lobo

Herman Hesse

En las montañas francesas había habido ese año un invierno  terriblemente largo y frío. Desde hacía semanas, el aire era claro y helado. De día, los grandes glaciares inclinados se extendían infinitos y de un blanco mate bajo el cielo de un color azul muy vivo; de noche, la luna, clara y pequeña, pasaba por encima de ellos; una luna gélida, de un brillo amarillento, cuya luz intensa adquiría tonos azules y broncos en la nieve, y parecía la personificación misma de la helada. Los hombres evitaban todos los caminos, y especialmente las cumbres; ateridos y maldicientes, permanecían en las cabañas de sus aldeas, cuyas ventanas, enrojecidas, brillaban y se extinguían pronto, por la noche, de un modo turbio y humoso, junto a la luz azulada de la luna.

Eran tiempos difíciles para los animales de la región. Los más pequeños perecían helados en gran cantidad; también los pájaros sucumbían a la helada, y los flacos cadáveres servían de botín a los azores y a los lobos. Pero también éstos pasaban tremendas penalidades a causa del frío y el hambre. Sólo unas pocas familias de lobos habitaban el lugar, y la necesidad los empujó a estrechar los vínculos. Se pasaron días andando solos. Aquí y allá, uno de ellos avanzaba por la nieve, flaco, hambriento y al acecho, silencioso y esquivo como un fantasma. Su delgada sombra se deslizaba junto a él por la nevada superficie. Tendía al viento, husmeando, su hocico puntiagudo, y dejaba oír de vez en cuando un aullido seco y atormentado. Pero por la noche se juntaban todos y rodeaban las aldeas con roncos aullidos. En ellas, el ganado y las aves de corral estaban a buen recaudo, y, tras los sólidos postigos, había carabinas apoyadas en la pared. Pocas veces obtenían un pequeño botín, por ejemplo, un perro, y habían sido ya abatidos dos miembros de la manada.

El frío persistía. A menudo, los lobos yacían juntos, silenciosos y ensimismados, dándose calor unos a otros, y acechaban ansiosos el yermo sin vida, hasta que uno, atormentado por los crueles martirios del hambre, saltaba de pronto con tremendos aullidos. Los demás volvían entonces sus hocicos hacia él y estallaban todos juntos en un alarido terrible, amenazador y plañidero.

Finalmente, la parte más pequeña de la manada se decidió a emigrar. De madrugada, abandonaron sus guaridas, se reunieron y, llenos de miedo y excitación, husmearon el aire helado. Luego partieron con un trote rápido y regular. Los que se quedaban los siguieron con unos ojos muy abiertos y vidriosos, trotaron tras ellos algunas decenas de pasos, se detuvieron indecisos y desconcertados, y regresaron lentamente a las guaridas vacías.

Los emigrantes se separaron al llegar el mediodía. Tres de ellos se dirigieron al Este, hacia el Jura suizo, y los demás continuaron hacia el Sur. Los tres primeros eran unos animales hermosos y fuertes, pero terriblemente enflaquecidos. El vientre estrecho y de color claro era delgado como una correa; las costillas sobresalían de un modo lamentable; las fauces estaban secas, y los ojos, abiertos y desesperados. Los tres penetraron juntos en el Jura, y al segundo día cobraron un carnero; al tercer día, un perro y un potro; pero se vieron acosados furiosamente por todas partes por la población campesina. En la comarca, abundante en pueblecitos y pequeñas ciudades, cundió el pánico ante aquellos intrusos inesperados. Los trineos del correo fueron armados, y nadie podía ir de un pueblo a otro sin fusil. En la región desconocida, después de un botín tan bueno, los tres animales se sentían a la vez cómodos y amedrentados; se volvieron más temerarios que nunca y penetraron en pleno día en el establo de una hacienda. Bramidos de vacas, de caballos y jadeos anhelantes llenaron el espacio cálido y angosto. Pero esta vez hubo gente que intervino. Se puso precio a los lobos y esto redobló el valor de los campesinos. Dos de ellos sucumbieron; uno con el cuello atravesado por una bala de un fusil; el otro, abatido a hachazos. El tercero escapó y corrió hasta caer medio muerto en la nieve. Era el más joven y hermoso de los lobos, una bestia orgullosa, de enorme fuerza y formas esbeltas. Permaneció largo tiempo jadeante en el suelo. Círculos de un rojo sangriento flotaban en remolino ante sus ojos, y de vez en cuando lanzaba un doloroso gemido sibilante. Un hachazo le había alcanzado el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que se había alejado. No se veían seres humanos ni edificios por parte alguna.

Muy cerca se alzaba una gran montaña cubierta de nieve. Era el Chasseral. Decidió rodearla. Como le atormentaba la sed arrancó pequeños bocados de la dura costra helada de la nevada superficie.

Al otro lado de la montaña se encontró en seguida con una aldea. Caía la noche. Esperó en un espeso bosque de abetos. Después se deslizó con precaución alrededor de los vallados, siguiendo el olor a establos calientes.

No había nadie en la calle. Con temor y codicia, anduvo parpadeando por entre las casas. Sonó un disparo. Levantaba la cabeza y tomaba impulso para echar a correr, cuando estalló un segundo disparo. Le había alcanzado. Su vientre blanquecino aparecía manchado de sangre en uno de los flancos, y la sangre caía en gruesas gotas persistentes. No obstante, consiguió escapar a grandes saltos y alcanzar el bosque del otro lado de la montaña. Allí esperó unos instantes al acecho y oyó voces levantó los ojos hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y de difícil ascenso. Pero no había otra alternativa. Jadeante, abajo, una confusión de blasfemias, órdenes y luces de linternas se extendía a lo largo de la montaña. El lobo herido se enfilaba tembloroso a través del bosque de abetos en la penumbra, mientras la sangre parduzca iba goteando lentamente de su flanco.

El frío había disminuido. Al Oeste, el cielo aparecía vaporoso y parecía anunciar una nevada.

Al fin, el agotado animal llegó a la cumbre. Estaba sobre una gran extensión nevada, ligeramente inclinada, cerca del Mont Crosin, muy por encima de la aldea de la que había escapado. No tenía hambre, pero sentía un dolor persistente y apagado que le venía de la herida. Un ladrido ronco y enfermizo salía de su hocico colgante; el corazón le palpitaba de un modo pesado y doloroso, y sentía la mano de la muerte oprimiéndole como una carga indeciblemente difícil de soportar. Le atraía un abeto de ancho ramaje, separado de los demás. Allí se sentó y dirigió una mirada turbia a la terrible noche nevada. Pasó media hora. Entonces cayó sobre la nieve una luz de un rojo tenue, suave, extraña. El lobo se incorporó con un gemido y volvió la hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el sureste y se alzaba lentamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que no había sido tan grande y roja. Los ojos del animal agonizante se clavaban tristemente en el opaco disco lunar, y nuevamente un débil aullido resonó con un estertor, sordo y doloroso, en la noche.

Se aproximaron pasos y luces. Campesinos embutidos en gruesos capotes, cazadores y jóvenes con gorros de piel y pesadas polainas, venían pisando la nieve. Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto el lobo moribundo; dispararon contra él dos tiros, que no dieron en el blanco. Luego vieron que se estaba muriendo, y cayeron sobre él con palos y estacas. Pero él ya no sentía nada.

Con los miembros destrozados, lo bajaron arrastrándole hasta Saint Imier. Reían, se ufanaban, se prometían unos buenos vasos de aguardiente y café, cantaban, renegaban. Ninguno de ellos veía la belleza del bosque nevado, ni el brillo de las cumbres, ni la luna roja que flotaba sobre el Chasseral y cuya luz tenue se reflejaba en los cañones de sus fusiles, en los cristales de la nieve y en los ojos vidriosos del lobo abatido.

Los cien mejores libros de todos los tiempos según la revista Newsweek

Los cien mejores libros de todos los tiempos
según la revista Newsweek
A la gente le gustan las listas, las enumeraciones y las ordenaciones. Pensando en esto, la revista Newsweek  ha publicado el último  ranking  ( a su parecer) de los mejores libros de todos los tiempos. En concreto, de los 100 mejores
Debemos partir de la  base de que ésta, como todas las clasificaciones, es subjetiva. No obstante, Newsweek  trató de involucrar en ella algunos rasgos más o menos objetivos, como el impacto en la historia, su aporte cultural y sus ventas. Además, para empezar con un  grupo de títulos asequibles, previamente se usó una lista de los mejores libros en inglés o traducidos a ese idioma; los 100 mejores libros según  El Telégrafo / La Biblioteca perfecta; los mejores 100 libros de The Guardian;  del Club del Libro de Oprah; la lista de lectura de la universidad de John; la lista de los más vendidos de todos los tiempos, según Wikipedia; los Libros del siglo; la lista de las 100 mejores novelas en idioma Inglés del siglo 20, la lista  de Radcliffe Publishing; de  la Biblioteca Pública de Nueva York; las 100 mejores novelas de la Biblioteca moderna; las  100 mejores obras de no ficción; las 100 mejores novelas en idioma Inglés  a partir de 1923. 
++++ y  50 opciones de la propia lista  de Newsweek. 
Así que la competición se estableció con esta meta-lista. Cuando hubo igualdad, se desempató según la cantidad de resultados de Google. El resultado fue el siguiente:
1) Guerra y paz, León Tolstoi
2) 1984, George Orwells
3) Ulises, Joyce
4) Lolita, Vladimir Nabokov
5) El sonido y la furia, William Faulkner
6) El hombre invisible, Ralph Ellison
7) Al faro, Virginia Woolf
8) La iliada y la Odisea, Homero
9) Orgullo y prejuicio, Jane Austen
10) Divina Comedia, Dante

11) Cuentos de Canterbury, Geoffrey Chauce
12) Los viajes de Gulliver,Jonathan Swift
13) Middlemarch, George Eliot
14) Todo se desmorona, Chinua Achebe
15) El guardián entre el centeno, J. D. Salinger
16) Lo que el viento se llevó, Margaret Mitchell
17) Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
18) El gran Gatsby, Scott Fitzgerald
19) Catch 22, Joseph Heller
20) Beloved, Toni Morrison
21) Viñas de Ira, John Steinbeck
22) Hijos de la medianoche, Salman Rushdie
23) Un mundo feliz, Aldous Huxley
24) Mrs. Dalloway, Virginia Woolf
25) Hijo nativo, Richard Wright
26) De la democracia en América, Alexis de Tocqueville
27) El origen de las especies, Charles Darwin
28) Historia, Heródoto
29) El contrato social, Jean-Jacques Rousseau
30) El capital, Kart Marx
31) El príncipe, Maquiavelo
32) Las confesiones de San Agustín
33) Leviathan, Thomas Hobbes
34) Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides
35) El señor de los anillos, J. R. R. Tolkien
36) Winnie-the-Pooh A. A. Milne
37) Las crónicas de Narnia, C. S. Lewis
38) Pasaje a la India,
E. M. Forster
39) En el camino, Jack Kerouac
40) Matar a un ruiseñor, Harper Lee
41) La Biblia
42) La naranja mecánica, Anthony Burgués
43) Luz de agosto, William Faulkner
44) Las almas de la gente negra, W. E. B. Du Bois
45) Ancho mar de los Sargazos, Jean Rhys
46) Madame Bovary, Gustave Flaubert
47) Paraíso perdido, John Milton
48) Anna Karenina, Leon Tolstoi
49) Hamlet, William Shakespeare
50) El rey Lear, William Shakespeare
51) Otello, William Shakespeare
52) Sonetos, William Shakespeare
53) Hojas de hierba, Walt Whitman
54) Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain
55) Kim, Rudyard Kipling
56) Frankenstein, Mary Shelley
57) La canción de Solomon, Toni Morrison
58) Alguien voló sobre el nido del cuco, Ken Kesey
59) Por quien doblan las campanas, Hernest Hemingway
60) Matadero 5, Kurt Vonnegut
61) Rebelión en la granja, George Orwell
62) El señor de las moscas, William Holding
63) A sangre fría, Truman Capote
64) El cuaderno dorado, Doris Lessing
65) En busca del tiempo perdido, Marcel Proust
66) El sueño eterno, Raymond Chandler
67) Mientras agonizo, William Faulkner
68) Fiesta, Ernest Hemingway
69) Yo, Claudio, Robert Graves
70) El corazón es un cazador solitario, Carson McCullers
71) Hijos y amantes, D. H. Lawrence
72) Todos los hombres del rey, Robert Penn Warren
73) Ve y dilo en la montaña James Baldwin
74) La Telaraña de Charlotte, E. B. White
75) El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
76) Noche, Elie Wiesel
77) Conejo, corre J. Updike
78) La edad de la inocencia, Edith Wharton
79) El mal de Portnoy, P. Roth
80) Una tragedia americana, Theodore Dreiser
81) El día de la langosta, Nathanael West
82) Trópico de cáncer, Henry Miller
83) El halcón maltés, Dashiell Ahmet
84) La Materia oscura, Philip Pullman
85) La Muerte del Arzobispo, Willa Cather
86) La interpretación de los sueños, S. Freud
87) La educación de Henry Adams, Henry Adams
88) Pensamiento de Mao Zedong, Mao Zedong
89) Psicología de la religión, William James
90) Retorno a Brideshead, Evelyn Waugh
91) Primavera silenciosa, Rachel Carson
92) Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, John Maynard Keynes
93) Lord Jim, Joseph Conrad
94) Adiós a todo eso, Robert Graves
95) La sociedad opulenta, John Kenneth Galbraith
96) El viento en los sauces, Kenneth Grahame
97) La autobiografía de Malcom X, Alex Haley y Malcolm X
98) Los victorianos eminentes, Lytton Strachey
99) El color púrpura, Alice Walter
100) La segunda Guerra Mundial, Winston Churchill


De seguro, muchos de ustedes amables lectores, no estarán completamente de acuerdo con esta lista. Yo misma no me siento ciento por ciento satisfecha. Y no precisamente por los títulos y autores seleccionados, pues todos tienen méritos para figurar, sino por los que no lo fueron.  Me extraña, por ejemplo, no ver en ella ninguna obra de Víctor Hugo, ni de Honorato de Balzac, ni de Mika Waltari, ni de Stefan Zweig, ni de Alejandro Dumas, así como tampoco de otros magníficos autores. Pero bueno, esta es la lista de Newsweek y sobre todo, de quienes la realizaron. Quizá sería sano extenderla a doscientos títulos y elaborar una que a  nuestro criterio responda con mayor fidelidad a tan exigente propuesta.

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