Amigos, comparto hoy con ustedes este cuento de Dino Buzzati que a mi parecer es uno de los mejores de este autor.
La Creación
Dino Buzzati
El
Omnipotente había construido ya el Universo distribuyendo con fantástica
irregularidad las estrellas, las nebulosas, los planetas, los cometas, y se
encontraba contemplando con cierta
complacencia el espectáculo, cuando uno de sus innumerables ingenieros
proyectistas, a quien había encomendado la ejecución de la gran idea, se acercó
con el aspecto de quien tiene mucha prisa.
Era
Odnum, uno de los espíritus más inteligentes y diligentes de la nouvelie vague de los ángeles
(pero no
penséis que tuviese alas y llevase túnica blanca, pues alas y túnica son
invención de los pintores antiguos a los cuales les resultaba muy cómodo a
efectos decorativos).
–¿Deseas
algo? –le preguntó el Creador benignamente.
–Sí,
Señor –respondió el espíritu arquitecto– Antes de que pongas la palabra fin a
esta admirable obra tuya y le otorgues la bendición, quisiera mostrarte un
pequeño proyecto que hemos efectuado un grupo de jóvenes. Una cosa de contorno,
un trabajito de nada en comparación con todo el resto, una menudencia, pero que
a nosotros nos parece interesante.
Y de
una carterita que traía consigo sacó un papel en el que estaba dibujada una
especie de esfera.
-Déjame
ver –dijo el Omnipotente, quien, naturalmente, lo sabía ya todo, pero que
fingía no saber nada del proyecto y simulaba curiosidad para que sus bravos
arquitectos estuviesen más satisfechos. El dibujo era muy preciso y tenía todas
las medidas necesarias.
–¿Y
eso qué es? –dijo el Supremo Hacedor continuando la diplomática ficción– tiene
aspecto de querer ser un planeta, me parece,
como ya los hemos construido a
millones de millones. ¿Es necesario hacer otro, y de medidas tan modestas,
por añadidura?
–Sí,
se trata de un pequeño planeta – confirmó el ángel arquitecto– pero respecto a
los billones de los demás planetas, éste presenta características especiales.
Y
explicó que habían pensado hacerlo girar en torno a una estrella a una
distancia tal que se calentase bien, pero no demasiado; y enumeró los
ingredientes previstos, con las respectivas cantidades y el gasto relativo. ¿ Y
todo ello con que objeto? Dadas las premisas, en aquel minúsculo globo se
verificaría un curiosísimo y divertido fenómeno: la vida.
Es
obvio que el Creador no tenía necesidad de ulteriores dilucidaciones. Lo sabía
todo infinitamente mejor que los ángeles arquitectos, los ángeles aparejadores
y los ángeles albañiles juntos. Sonrió. La idea de aquella bolita suspendida en
la vastedad de los espacios con muchos seres que nacían, crecían,
fructificaban, se multiplicaban y morían, le pareció harto ingeniosa. Ni que
decir tiene que, si bien elaborado por el espíritu Odnum y sus socios, el
proyecto, al fin de cuentas, seguía proviniendo de Él, principal origen de
todas las cosas.
En
vista de tan benévola acogida, el ángel arquitecto se envalentonó y emitió un
agudo silbido. Al cual acudieron, rapidísimos, miles, ¿qué digo, miles?
Cientos de miles y quizá millones de otros espíritus.
Al
pronto, viendo aquello, el Creador se asustó. Mientras se trataba de un
postulante, pase. Pero si cada uno de los allí presentados había de someterle
un proyecto particular con las explicaciones consiguientes, habría faena para
siglos. Sin embargo, en su extraordinaria bondad, se dispuso a soportar la
prueba. Los latosos son una plaga eterna. Se limitó a exhalar un largo suspiro.
Nada
que temer, le tranquilizó Odnum. Todas aquellas gentes eran dibujantes. El comité
ejecutivo del nuevo planeta les había encomendado proyectar las innumerables
especies de seres vivientes, plantas y animales, necesarias para un logro
completo. Odnum y demás no habían perdido el tiempo. En vez de presentarse tan
solo con un vago plan general, lo habían previsto todo en sus menores
detalles.
Y
tampoco es de excluir que, con el fruto de tanta diligencia, creyesen en el
fondo poner al Sumo Administrador ante el hecho consumado, Pero no era
necesario.
Aquello
que se había perfilado como un cargante peregrinaje de postulantes se
convirtió, pues, para el Creador, en una agradable y brillante velada. No
solo se complació en examinar, si no todos, al menos la mayor parte de los
dibujos –de plantas y animales – sino que participó gustosamente en las
consiguientes discusiones que a menudo se encendían entre los artífices.
Cada
uno de los dibujantes estaba naturalmente ansioso de ver aprobada y quizá
elogiada la propia labor. Y era sintomática la diversidad de los temperamentos.
Como en todas las partes del universo, había la inmensa formación de los
humildes que habían trabajado únicamente para crear la sólida base, por así decirlo,
de la naturaleza viviente: proyectistas, a menudo de limitada imaginación pero
de técnica escrupulosa, que habían dibujado uno por uno los microorganismos,
los musgos, los líquenes, los insectos de ordinaria administración, los seres,
en suma, de menor efecto. Después había los genialoides, los presumidos, con
afán de brillar y causar sensación: razón por la cual habían concebido las más
raras, complicadas, fantásticas y a veces alocadas criaturas. Algunas de las cuales, en efecto, como
ciertos dragones con más de diez cabezas, hubieron de ser rechazadas.
Los
dibujos estaban hechos en papel de lujo, todos en colores y de tamaño natural.
Lo cual ponía en situación de neta inferioridad a los proyectistas de los
organismos más pequeños. Los dibujos de bacterias, virus y similares pasaban
casi inadvertidos, pese a sus innegables méritos. En efecto, presentaban
sellos de papel con signos infinitesimales que una mirada humana no hubiese ni
siquiera percibido, pero ellos sí. Había, entre los otros, el ideólogo de
los tardígrados, quien andaba por allí con un minúsculo álbum de bocetos
grandes como ojos de mosquito; y pretendía que los demás apreciasen la
gracia de aquellos futuros animalitos, vagamente parecidos, en silueta, a los
cachorros de oso, pero nadie le hacía caso. Menos mal que el Omnipotente,
a quien nada se le escapaba, le guiñó el ojo, lo que equivalía a
un entusiasta apretón de manos, lo cual le dio grandes alientos.
Hubo
un vivo altercado entre el proyectista del camello y el colega que había
imaginado el dromedario, por pretender cada uno de ellos que la primera idea
de la joroba era suya, como si fuese quién sabe qué hallazgo. Camello y
dromedarios dejaron a los circunstantes más bien fríos; por lo general, los
animales fueron juzgados de pésimo gusto. De todos modos aprobaron el examen,
aunque fuese con apuros.
La
propuesta de los dinosaurios provocó una verdadera andanada de objeciones, Un
aguerrido escuadrón de ambiciosos espíritus desfiló en parada, sosteniendo
en altísimo caballete los gigantescos diseños de aquellas poderosas
criaturas. La exhibición, eso es
innegable, causó cierta sensación. Sin embargo, resultaba hasta demasiado claro
que los animalotes eran exagerados. A pesar de su estatura y corpulencia, era
improbable que durasen mucho tiempo. Pero para no amargar a los
bravos artistas, que tanto empeño habían puesto en ello, el Rey de la
Creación les concedió el exequátur.
Una
estrepitosa carcajada general acogió el diseño del elefante. La largura de la
nariz parecía efectivamente excesiva, incluso grotesca. El inventor objetó que
no se trataba de una nariz, sino de un arnés especialísimo para el cual
proponía el nombre de proboscidio. El vocablo gustó, hubo algún aplauso
aislado, el Omnipotente sonrió. Y también el elefante aprobó el examen.
Inmediato
y conmovedor éxito tuvo en cambio la ballena. Seis espíritus volantes sostenían
el inmenso tablero con la efigie del monstruo. Resultó en extremo simpática a todos. Hubo una
calurosa ovación.
Pero,
¿cómo recordar todos los episodios de la interminable reunión? Entre los clous más destacables, podemos citar algunas
mariposas de vivos colores, la serpiente boa, la secoya, el archaeopterix, el
pavo real, el perro, la rosa y las pulgas, a cuyos tres últimos personajes les
fue predicho un largo y brillante porvenir.
Mientras,
y entre tanta multitud de espíritus que se apiñaban en torno al Omnipotente,
sedientos de loas, había uno que iba y venía con un rollo bajo el brazo;
fastidioso, muy fastidioso. De cara inteligente, eso sí, no podía negarse. Pero
con mucha petulancia. Al menos una veintena de veces, abriéndose paso a
codazos, había intentado ponerse en primera fila y llamar la atención del
Señor. Pero su altanería molestaba. Y los colegas, a empellones, lo empujaban
hacía atrás.
Pero
todo esto no bastaba para desalentarlo. Insistiendo, logró por fin llegar a los
pies del Creador y, antes de que los compañeros tuviesen tiempo de impedirlo,
desplegó el rollo, ofreciendo a las divinas miradas el fruto de su ingenio.
Eran los diseños de un animal con aspecto decididamente desagradable, si no,
francamente repelente, que, sin embargo impresionaba por la diversidad de todo
cuanto se había visto hasta entonces. A un lado estaba representado el macho y,
al otro, la hembra. Como muchas otras bestias, tenía cuatro extremidades, pero
al menos a juzgar por los dibujos, para andar solo usaba dos. De pelo solo
tenía uno que otro mechón aquí y allá, especialmente sobre la cabeza, a modo de
crines. Las dos extremidades anteriores
colgaban a ambos lados de modo bufo. El morro se parecía al de los simios, que
ya habían sido sometidos con éxito al examen. La silueta no era fluida,
armoniosa y compacta como la de los pájaros, los peces y los
coleópteros, sino descoyuntada,
torpe y, en cierto modo, indefinida, como si el dibujante, en el momento de la
verdad, se hubiese sentido sin fe y cansado.
-No
parece bello –observó, dulcificando con la amabilidad del tono la dureza de la
sentencia –pero quizá presenta alguna utilidad particular.
-Sí,
oh Señor –confirmó el latoso –Se trata, modestia aparte, de una invención
formidable. Ése sería el hombre, y ésa, la mujer. Aparte los rasgos exteriores, que amito sean
discutibles, he tratado de hacerlos, en lo posible, si se me permite la
inmodestia, a semejanza tuya, oh Excelso. Será en todo lo creado, el único ser
dotado de razón, el único que podrá darse cuenta de tu existencia, el único que
te sabrá adorar. En tu honor erigirá templos grandiosos y combatirá guerras
sangrientísimas.
-¡Ay,
ay! ¿Un intelectual, quieres decir? –exclamó el Omnipotente – Hazme caso, hijo
mío. Cuidado con los intelectuales. El universo está exento de ellos hasta
ahora, por fortuna. Y deseo que permanezca así hasta la consumación de los
siglos. No niego, muchacho, que tu invención sea ingeniosa. Pero, ¿puedes
decirme su eventual logro? Dotado de cualidades excepcionales, puede que sí.
Sin embargo, a juzgar por su aspecto, tengo la impresión que sería fuente de
incontables conflictos. Me complace
mucho tu habilidad. Hasta me gustaría darte una medalla. Pero me parece
prudente renunciar. Ese tipo, por poca cuerda que se le diese, sería capaz, un
día u otro de crearme dificultades. No, no, dejemos eso.
Y lo
despidió con un gesto paternal.
El
inventor del hombre se fue con la cara larga, entre las sonrisitas de sus
colegas. Cuando se quiere demasiado siempre se acaba así. Y le tocó el turno al
proyectista de los tetraónidas.
Fue
una jornada memorable y feliz, como todas las grandes horas hechas de
esperanza, espera de las cosas bellas que seguramente vendrán, pero que todavía
no son; como todas las horas que significan juventud. La Tierra estaba al nacer
con sus maravillas buenas y crueles, beatitudes y afanes, amor y muerte. La
escolopendra, la encina, la tenia, el águila, el icneumón, el rododendro. ¡El
león!
Seguía
dando vueltas aquel latoso, pero que muy latoso, con su cartapacio. Y miraba,
miraba hacia arriba buscando en las pupilas del Maestro una mirada de
contraorden. Otros eran empero, los temas preferidos: halcones y armadillos
y estafilococos e iguanodontes.
Hasta
que la Tierra estuvo completa de criaturas adorables y odiosas, dulces y
salvajes, horrendas, insignificantes, bellísimas. Un zumbido de fermentos,
palpitaciones, gemidos, alaridos y cantos iba a nacer de las selvas y de los
mares.
La
noche caía. Los dibujantes, obtenido el visto bueno supremo, se habían
ido, satisfechos, quién de una parte, quién de la otra. Cansado, el Sublime se
quedó solo en la inmensidad, que se poblaba de estrellas. Iba a dormirse,
apaciguado.
Sintió
que le tiraban débilmente de una punta del manto. Abrió los ojos. Miró hacia
abajo. Vio a aquel latoso que volvía a la carga: había vuelto a explicar su
dibujo y le contemplaba con ojos implorantes. Pero en el fondo, qué juego tan
fascinante, qué terrible tentación. Después de todo, quizá valía la pena,
sucediese lo que sucediese. Además, en tiempos de creación, también era lícito ser optimistas.
-Trae
acá –dijo el Omnipotente, cogiendo el fatal proyecto.
Y lo
firmó.
Buzzati y la literatura
Dino Buzzati Traverso ( Belluno, 16 de octubre de 1906 - Milán, 28 de enero de 1972)- Fue un novelista y escritor italiano, periodista del Corriere della sera.
La obra literaria de Dino Buzzati remite por una parte, a la influencia de Kafka por el escarnio y la expresión de la impotencia humana enfrentada al laberinto de un mundo incomprensible, pero también, al Surrealismo, como acaece en sus cuentos en donde la connotación onírica está siempre muy presente. Aunque tal vez el más convincente de los intentos de establecer relaciones haya que buscarlo en su parentesco con las corrientes existencialistas de los años 1940–1950. O en la proximidad al espíritu de La Náusea (1938) de Jean-Paul Sartre; o en la de Albert Camus con El extranjero (1942). Debemos remarcar que El desierto de los tártaros gestó la total notoriedad del autor, que conoció con esta novela el éxito mundial; obra no desprovista en sus descripciones de una cierta relación con un «presente perpetuo e interminable», que vincula este tópico con otros dos grandes clásicos: Georges Perec y Las cosas, y Thomas Mann y su Montaña mágica.
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Los relatos de Leonor
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