sábado, 15 de agosto de 2015

LA CREACIÓN - cuento de Dino Buzzati




Amigos, comparto hoy con ustedes este cuento de Dino Buzzati que a mi parecer es uno de los mejores de este autor.   

La Creación
Dino Buzzati

El Omnipotente había construido ya el Universo distribuyendo con fantástica irregularidad las estrellas, las nebulosas, los planetas, los cometas, y se encontraba  contemplando con cierta complacencia el espectáculo, cuando uno de sus innumerables ingenieros proyectistas, a quien había encomendado la ejecución de la gran idea, se acercó con el aspecto de quien tiene mucha prisa.

Era Odnum, uno de los espíritus más inteligentes y diligentes de la nouvelie vague de los ángeles 
(pero no penséis que tuviese alas y llevase túnica blanca, pues alas y túnica son invención de los pintores antiguos a los cuales les resultaba muy cómodo a efectos decorativos).

–¿Deseas algo? –le preguntó el Creador benignamente.

–Sí, Señor –respondió el espíritu arquitecto– Antes de que pongas la palabra fin a esta admirable obra tuya y le otorgues la bendición, quisiera mostrarte un pequeño proyecto que hemos efectuado un grupo de jóvenes. Una cosa de contorno, un trabajito de nada en comparación con todo el resto, una menudencia, pero que a nosotros nos parece interesante.

Y de una carterita que traía consigo sacó un papel en el que estaba dibujada una especie de esfera.

-Déjame ver –dijo el Omnipotente, quien, naturalmente, lo sabía ya todo, pero que fingía no saber nada del proyecto y simulaba curiosidad para que sus bravos arquitectos estuviesen más satisfechos. El dibujo era muy preciso y tenía todas las medidas necesarias.

–¿Y eso qué es? –dijo el Supremo Hacedor continuando la diplomática ficción– tiene aspecto de querer ser un planeta, me parece,  como ya los  hemos construido a millones de millones. ¿Es necesario hacer otro, y de medidas tan modestas, por añadidura?

–Sí, se trata de un pequeño planeta – confirmó el ángel arquitecto– pero respecto a los billones de los demás planetas, éste presenta características especiales.

Y explicó que habían pensado hacerlo girar en torno a una estrella a una distancia tal que se calentase bien, pero no demasiado; y enumeró los ingredientes previstos, con las respectivas cantidades y el gasto relativo. ¿ Y todo ello con que objeto? Dadas las premisas, en aquel minúsculo globo se verificaría un curiosísimo y divertido fenómeno: la vida.

Es obvio que el Creador no tenía necesidad de ulteriores dilucidaciones. Lo sabía todo infinitamente mejor que los ángeles arquitectos, los ángeles aparejadores y los ángeles albañiles juntos. Sonrió. La idea de aquella bolita suspendida en la vastedad de los espacios con muchos seres que nacían, crecían, fructificaban, se multiplicaban y morían, le pareció harto ingeniosa. Ni que decir tiene que, si bien elaborado por el espíritu Odnum y sus socios, el proyecto, al fin de cuentas, seguía proviniendo de Él, principal origen de todas las cosas.

En vista de tan benévola acogida, el ángel arquitecto se envalentonó y emitió un agudo silbido. Al cual acudieron, rapidísimos, miles, ¿qué digo, miles? Cientos de miles y quizá millones de otros espíritus.

Al pronto, viendo aquello, el Creador se asustó. Mientras se trataba de un postulante, pase. Pero si cada uno de los allí presentados había de someterle un proyecto particular con las explicaciones consiguientes, habría faena para siglos. Sin embargo, en su extraordinaria bondad, se dispuso a soportar la prueba. Los latosos son una plaga eterna. Se limitó a exhalar un largo suspiro.

Nada que temer, le tranquilizó Odnum. Todas aquellas gentes eran dibujantes. El comité ejecutivo del nuevo planeta les había encomendado proyectar las innumerables especies de seres vivientes, plantas y animales, necesarias para un logro completo. Odnum y demás no habían perdido el tiempo. En vez de presentarse tan solo con un vago plan general, lo habían previsto todo en sus menores detalles.

Y tampoco es de excluir que, con el fruto de tanta diligencia, creyesen en el fondo poner al Sumo Administrador ante el hecho consumado, Pero no era necesario.

Aquello que se había perfilado como un cargante peregrinaje de postulantes se convirtió, pues, para el Creador, en una agradable y brillante velada. No solo se complació en examinar, si no todos, al menos la mayor parte de los dibujos –de plantas y animales – sino que participó gustosamente en las consiguientes discusiones que a menudo se encendían entre los artífices.

Cada uno de los dibujantes estaba naturalmente ansioso de ver aprobada y quizá elogiada la propia labor. Y era sintomática la diversidad de los temperamentos. Como en todas las partes del universo, había la inmensa formación de los humildes que habían trabajado únicamente para crear la sólida base, por así decirlo, de la naturaleza viviente: proyectistas, a menudo de limitada imaginación pero de técnica escrupulosa, que habían dibujado uno por uno los microorganismos, los musgos, los líquenes, los insectos de ordinaria administración, los seres, en suma, de menor efecto. Después había los genialoides, los presumidos, con afán de brillar y causar sensación: razón por la cual habían concebido las más raras, complicadas, fantásticas y a veces alocadas criaturas.  Algunas de las cuales, en efecto, como ciertos dragones con más de diez cabezas, hubieron de ser rechazadas.

Los dibujos estaban hechos en papel de lujo, todos en colores y de tamaño natural. Lo cual ponía en situación de neta inferioridad a los proyectistas de los organismos más pequeños. Los dibujos de bacterias, virus y similares pasaban casi inadvertidos, pese a sus innegables méritos. En efecto, presentaban sellos de papel con signos infinitesimales que una mirada humana no hubiese ni siquiera percibido, pero ellos sí. Había, entre los otros, el ideólogo de los tardígrados, quien andaba por allí con un minúsculo álbum de bocetos grandes como  ojos de mosquito; y pretendía que los demás apreciasen la gracia de aquellos futuros animalitos, vagamente parecidos, en silueta, a los cachorros de oso, pero nadie le hacía caso. Menos mal que el Omnipotente, a quien nada se le escapaba, le guiñó el ojo, lo que equivalía a un entusiasta apretón de manos, lo cual le dio grandes alientos.

Hubo un vivo altercado entre el proyectista del camello y el colega que había imaginado el dromedario, por pretender cada uno de ellos que la primera idea de la joroba era suya, como si fuese quién sabe qué hallazgo. Camello y dromedarios dejaron a los circunstantes más bien fríos; por lo general, los animales fueron juzgados de pésimo gusto. De todos modos aprobaron el examen, aunque fuese con apuros.

La propuesta de los dinosaurios provocó una verdadera andanada de objeciones, Un aguerrido escuadrón de ambiciosos espíritus desfiló en parada, sosteniendo en altísimo caballete los gigantescos diseños de aquellas poderosas criaturas. La exhibición,  eso es innegable, causó cierta sensación. Sin embargo, resultaba hasta demasiado claro que los animalotes eran exagerados. A pesar de su estatura y corpulencia, era improbable que durasen mucho tiempo. Pero para no amargar a los bravos artistas, que tanto empeño habían puesto en ello, el Rey de la Creación les concedió el exequátur.

Una estrepitosa carcajada general acogió el diseño del elefante. La largura de la nariz parecía efectivamente excesiva, incluso grotesca. El inventor objetó que no se trataba de una nariz, sino de un arnés especialísimo para el cual proponía el nombre de proboscidio. El vocablo gustó, hubo algún aplauso aislado, el Omnipotente sonrió. Y también el elefante aprobó el examen.

Inmediato y conmovedor éxito tuvo en cambio la ballena. Seis espíritus volantes sostenían el inmenso tablero con la efigie del monstruo. Resultó  en extremo simpática a todos. Hubo una calurosa ovación.

Pero, ¿cómo recordar todos los episodios de la interminable reunión? Entre los clous  más destacables, podemos citar algunas mariposas de vivos colores, la serpiente boa, la secoya, el archaeopterix, el pavo real, el perro, la rosa y las pulgas, a cuyos tres últimos personajes les fue predicho un largo y brillante porvenir.

Mientras, y entre tanta multitud de espíritus que se apiñaban en torno al Omnipotente, sedientos de loas, había uno que iba y venía con un rollo bajo el brazo; fastidioso, muy fastidioso. De cara inteligente, eso sí, no podía negarse. Pero con mucha petulancia. Al menos una veintena de veces, abriéndose paso a codazos, había intentado ponerse en primera fila y llamar la atención del Señor. Pero su altanería molestaba. Y los colegas, a empellones, lo empujaban hacía atrás.

Pero todo esto no bastaba para desalentarlo. Insistiendo, logró por fin llegar a los pies del Creador y, antes de que los compañeros tuviesen tiempo de impedirlo, desplegó el rollo, ofreciendo a las divinas miradas el fruto de su ingenio. Eran los diseños de un animal con aspecto decididamente desagradable, si no, francamente repelente, que, sin embargo impresionaba por la diversidad de todo cuanto se había visto hasta entonces. A un lado estaba representado el macho y, al otro, la hembra. Como muchas otras bestias, tenía cuatro extremidades, pero al menos a juzgar por los dibujos, para andar solo usaba dos. De pelo solo tenía uno que otro mechón aquí y allá, especialmente sobre la cabeza, a modo de crines.  Las dos extremidades anteriores colgaban a ambos lados de modo bufo. El morro se parecía al de los simios, que ya habían sido sometidos con éxito al examen. La silueta no era fluida, armoniosa y compacta como la de los pájaros, los peces y los coleópteros, sino  descoyuntada, torpe y, en cierto modo, indefinida, como si el dibujante, en el momento de la verdad, se hubiese sentido sin fe y cansado.

-No parece bello –observó, dulcificando con la amabilidad del tono la dureza de la sentencia –pero quizá presenta alguna utilidad particular.

-Sí, oh Señor –confirmó el latoso –Se trata, modestia aparte, de una invención formidable. Ése sería el hombre, y ésa, la mujer.  Aparte los rasgos exteriores, que amito sean discutibles, he tratado de hacerlos, en lo posible, si se me permite la inmodestia, a semejanza tuya, oh Excelso. Será en todo lo creado, el único ser dotado de razón, el único que podrá darse cuenta de tu existencia, el único que te sabrá adorar. En tu honor erigirá templos grandiosos y combatirá guerras sangrientísimas.

-¡Ay, ay! ¿Un intelectual, quieres decir? –exclamó el Omnipotente – Hazme caso, hijo mío. Cuidado con los intelectuales. El universo está exento de ellos hasta ahora, por fortuna. Y deseo que permanezca así hasta la consumación de los siglos. No niego, muchacho, que tu invención sea ingeniosa. Pero, ¿puedes decirme su eventual logro? Dotado de cualidades excepcionales, puede que sí. Sin embargo, a juzgar por su aspecto, tengo la impresión que sería fuente de incontables conflictos. Me complace  mucho tu habilidad. Hasta me gustaría darte una medalla. Pero me parece prudente renunciar. Ese tipo, por poca cuerda que se le diese, sería capaz, un día u otro de crearme dificultades. No, no, dejemos eso.

Y lo despidió con un gesto paternal.

El inventor del hombre se fue con la cara larga, entre las sonrisitas de sus colegas. Cuando se quiere demasiado siempre se acaba así. Y le tocó el turno al proyectista de los tetraónidas.

Fue una jornada memorable y feliz, como todas las grandes horas hechas de esperanza, espera de las cosas bellas que seguramente vendrán, pero que todavía no son; como todas las horas que significan juventud. La Tierra estaba al nacer con sus maravillas buenas y crueles, beatitudes y afanes, amor y muerte. La escolopendra, la encina, la tenia, el águila, el icneumón, el rododendro. ¡El león!

Seguía dando vueltas aquel latoso, pero que muy latoso, con su cartapacio. Y miraba, miraba hacia arriba buscando en las pupilas del Maestro una mirada de contraorden. Otros eran empero, los temas preferidos: halcones y armadillos y estafilococos e iguanodontes.

Hasta que la Tierra estuvo completa de criaturas adorables y odiosas, dulces y salvajes, horrendas, insignificantes, bellísimas. Un zumbido de fermentos, palpitaciones, gemidos, alaridos y cantos iba a nacer de las selvas y de los mares.

La noche caía. Los dibujantes, obtenido el visto bueno supremo, se habían ido, satisfechos, quién de una parte, quién de la otra. Cansado, el Sublime se quedó solo en la inmensidad, que se poblaba de estrellas. Iba a dormirse, apaciguado.

Sintió que le tiraban débilmente de una punta del manto. Abrió los ojos. Miró hacia abajo. Vio a aquel latoso que volvía a la carga: había vuelto a explicar su dibujo y le contemplaba con ojos implorantes. Pero en el fondo, qué juego tan fascinante, qué terrible tentación. Después de todo, quizá valía la pena, sucediese lo que sucediese. Además, en tiempos de creación,  también era lícito ser optimistas.

-Trae acá –dijo el Omnipotente, cogiendo el fatal proyecto.

Y lo firmó.


 Buzzati y la literatura

Dino Buzzati Traverso ( Belluno, 16 de octubre de 1906 - Milán, 28 de enero de 1972)- Fue un novelista y  escritor italiano, periodista del Corriere della sera.  

La obra literaria de Dino Buzzati remite por una parte, a la influencia de Kafka por el escarnio y la expresión de la impotencia humana enfrentada al laberinto de un mundo incomprensible, pero también, al Surrealismo, como acaece en sus cuentos en donde la connotación onírica  está siempre muy presente. Aunque tal vez el más convincente de los intentos de establecer relaciones haya que buscarlo en su parentesco con las corrientes existencialistas  de los años 1940–1950. O en la proximidad al espíritu de La Náusea (1938) de Jean-Paul Sartre; o en la de Albert Camus con El extranjero  (1942). Debemos  remarcar que El desierto de los tártaros gestó la total notoriedad del autor, que conoció con esta novela el éxito mundial; obra no desprovista en sus descripciones de una cierta relación con un «presente perpetuo e interminable», que vincula este tópico con otros dos grandes clásicos:  Georges Perec y Las cosas,  y  Thomas Mann y su Montaña mágica.

Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor. Se definía, más bien, como un simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones o nouvelles, a las cuales no atribuía gran valor. El juicio de la posteridad y el de sus contemporáneos, ha contradicho profundamente el punto de vista del propio Buzzati. 



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Leonor Fernández Riva








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